El siguiente destino de nuestra
ruta dominicana es la Península de Samaná, una reducida franja de tierra
de 40 km de largo por 15 km de ancho, llena de lomas con palmeras que suben y
bajan hasta acercarse al mar y que siempre ha sido bastante inaccesible. Aunque
ahora dispone de aeropuerto y autopista y el turismo va creciendo, no se trata
de un turismo de resort, es un ambiente bastante familiar y tranquilo.
La primera parada ha sido en Las Terrenas, nos hemos alojado en Residencial Balatá, una villa familiar de una italiana casada con dominicano y sus 3 hijos. Las Terrenas, ya nos lo habían advertido, se ha convertido en una colonia de italianos y franceses.
Nos hemos alquilado un
apartamentito dúplex por el módico precio de 45$, ¿a que es chulo? Sencillo,
limpio y coqueto. Reservamos una noche pero tras llegar y organizar un poco qué
hacer en los siguientes días decidimos hacer 3 noches.
Virginia es un encanto y
muy dispuesta. Conoce a la gente de la zona y gracias a ella hoy nos hemos ido
con Toronto a visitar el Parque Nacional de los Haitíses.
Toronto, menudo crack, cuando nos
ha visto llegar al punto de encuentro ha venido hacia nosotros bailando
bachata. Un tío muy legal, que trabaja por libre y experto guía de Los Haitises.
A veces, nos cuenta Virginia, hay que tener cuidado con estas cosas si no
tienes referencias de con quién contratas.
Si la costa sur de República
Dominicana era azul, el Parque Nacional de los Haitíses es de color
verde.
Haitíses significa “tierra
de montañas” y está situado en el extremo suroeste de la Bahía de Samaná.
Está formado por islas pequeñas, islotes o cayos muy frondosos que emergen del
agua. Posee cuevas tahínas, algunas espectaculares como la de San Gabriel o San
Lorenzo (donde se rodó una pelí que Toronto no sabe cual era porque mantuvieron
el secreto) y también posee una zona de manglares.
Ha sido una visita genial, aunque
el mar estaba picado y el viaje de unos 45 minutos en cayuco hasta el Parque ha
sido de todo menos tranquilo. ¿Por qué siempre nos pasa una de estas? Han sido
45m como si nos estuvieran echando cubos de agua a la cara, uno detrás de otro
y bote tras bote. Así, a la ida en contra del viento y las olas pero es que a
la vuelta, aunque algo mejor por ir en la dirección del viento, ha sido como
surfear pero no con tabla sino en un cayuco a motor. Lo hemos bautizado como un
nuevo deporte acuático: el cayuking extreme.
Pero bueno, al final el día ha
terminado con esta espectacular parrillada de pescado fresco made in el esposo
experto en marisco de Virginia.
2 comentarios:
Yo hubiera pasado un poco de miedo con el cayuking extreme! Menos mal que se compensa con la parrillada de pescado :) Un saludo!
Cuidado con las pirañas! En esos mundos salvajes hay animales monstruosos que te mondan los huesos si te caes del cayuco. Seguid disfrutando a tope. Muchos besos
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